Una ‘norma’ -entrecomillo la palabra porque no es un norma legítima, sino una pauta de conducta- que impera en Dinastías y Casas Reales es que éstas están por encima de las Naciones. Preservar la permanencia de la Dinastía y de la Casa Real es el Norte de su actuación, aunque para ello hayan de sacrificar a la patria y a la Nación en las que están instauradas. El caso de Felipe de Edimburgo es paradigmático.
Nace como miembro de la Casa Real de Grecia y Dinamarca, hijo de una familia de Sangre alemana. Cuando tenía un año de edad, su tío, el Rey Constantino I de Grecia, es obligado a abdicar -22 de septiembre de 1922- por una Junta Militar, ante el desastroso resultado de la Guerra Greco-Turca. El Comandante en Jefe del Ejército Griego, General Hatzanestis, es fusilado. El padre de Felipe, Príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, es arrestado y, más tarde, condenado a la expulsión de Grecia de por vida. Luis Mountbatten -traducción al inglés del apellido alemán Battenberg-, abuelo materno de Felipe, se encarga de encauzar la vida de éste. Hace que se le conceda la nacionalidad británica y le dirige hacia la vida militar en la Marina de Su Majestad. En 1947, al contraer matrimonio con Isabel, heredera al Trono británico, cambia de Confesión religiosa: abandona la Ortodoxia, en la que había sido bautizado, y ‘abraza’ el Anglicanismo. La conveniencia le llevó a renunciar a su nacionalidad. Un buen braguetazo justificaba el cambio de Confesión.
Los Nacionalistas profesamos un patriotismo radical, que tiene como escuela el patriotismo romano. La patria está, por debajo de Dios, por encima de todo. Un Romano jamás renunciaría a su ciudadanía, ni serviría a otra patria, que no fuera Roma, ni a otro Estado que no fuera el Estado Romano. Sólo nos queda un camino: España y República.
Pedro Pablo Peña.